martes, 9 de diciembre de 2014

El recuerdo de una mirada.



En otra ocasión anterior ya intenté narrar el sentimiento profundo que transmite la mirada de un ave rapaz. En la entrada titulada “ENTREHALCONES Y BÚHOS REALES.” puedes leer cómo la mirada de los halcones peregrinos, o del búho real de nuestro amigo Alberto se clavaban en nosotros. En este caso eran aves en cautividad, destinadas a la cetrería.
Hoy os quiero narrar, lo que sentí hace justo un año y un mes, cuando una mirada amarilla y penetrante coincidía a escasos metros con mi propia mirada. 
Yo estaba trabajando en el Centro de Interpretación de la Laguna de Gallocanta, y a las dos, que es la hora de cerrar para comer, me fui a dar una vuelta como suelo hacer para ver si veía alguna grulla anillada.
Mirar unas pocas patas de grulla desde la carretera, otras pocas desde la depuradora de Bello, observar una bisbita pratense en el navajo de Bello, y ya casi se ha hecho la hora de volver a abrir el Centro. Así que me iba hacia allí, cuando del mismo ribazo del camino y por el rabillo del ojo, veo un movimiento de algo de tamaño más o menos grande que tarda una milésima de segundo en desaparecer a pocos metros de donde ha salido, tras una linde de piedra.

lechuza campestre; foto: Uge Fuertes

Bajo de la furgoneta, y andando de puntillas y muy despacio para no hacer nada de ruido, me asomo detrás de la linde de piedras y allí estaba: quizás lo último que me esperaba era encontrar a aquella lechuza campestre a escasos cinco o seis metros de mí, clavando fijamente su mirada amarilla y vidriosa en mí. No sé quién estaba más sorprendido de ver a quién, ella inmóvil, sin retirar la mirada, yo asombrado, una de las más difíciles de ver, escasas y bonitas aves rapaces frente a mí.
Hasta entonces solamente la había visto un par de veces en un vuelo fugaz al atardecer, pudiendo apreciar solamente la silueta en vuelo; ahora seguía ahí, mirándome, sin irse, cerca, a las tres de la tarde.
Yo sin todavía dar abasto de la situación, volví andando hacia atrás, me monté en la furgoneta y, maldiciéndome por no llevar la cámara encima, volví al Centro de Interpretación.
Allí estaba Antonio Torrijo, mirando más patas de grullas, y al momento paró Carmina, que iba para el pueblo. Yo emocionado de haber visto la campestre se lo contaba a ellos, que de ver lo ilusionado que estaba yo también sonreían; al día siguiente se lo conté a Fernando Langa, que ha escrito alguna vez en este blog, y que hace tiempo había visto una y también me contó emocionado en su momento (me alegro que ya la hayamos visto los dos, me dijo).
Hoy, un año y un mes después de ese acontecimiento, he vuelto a abrir el Centro de Interpretación, a buscar anillas en el descanso de comer, y a pasar por el camino donde una vez sentí la mirada de aquella lechuza campestre, no he tenido suerte, ni anillas, ni lechuza.

lechuza campestre; foto: Uge fuertes.

Pero al volver por la noche a Daroca, una sombra fugaz cruza dos veces por delante de la furgoneta al llegar a Las Cuerlas, mírala me digo a mi mismo, ¡¡era la lechuza!!
¿Será la misma que desde el año pasado me está haciendo escribir esta entrada, y me ha vuelto a poner los pelos de punta al recordar por el puerto de Valde San Martin su mirada amarilla, vidriosa y penetrante?

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